agosto 05, 2010

Ponencia de Susana Cabuchi


Prosaísmos de la Realidad / Labores del Poema
En una época signada por la desconfianza y la banalidad, asediada por la violencia y el cinismo, cada poema – cada autor que asume la responsabilidad de escribir poesía – es la confirmación de una resistencia continua y poderosa.
Cabe aclarar que todo esfuerzo merece mi adhesión y que la palabra prosaísmos, que parece señalar un defecto, una deformación, intenta referir a ese desorden de la realidad, entendiendo por realidad (sin ignorar los debates que propician sus innumerables acepciones) lo que nos rodea (individual y socialmente), lo que se dice, los múltiples acontecimientos que hacen a la vida cotidiana y que podemos ver, palpar, escuchar, padecer, disfrutar y/o transformar. La contemporaneidad del poema reside entonces en que está anclado en el marco de ciertas condiciones sociohistóricas que lo atraviesan y determinan. En “Señales de la Nueva Poesía Argentina”, Pablo Anadón demarca notables diferencias entre dos tendencias que coexisten: una, realismo, impersonalidad objetivista, prosaísmo, parodia, otra los contemporáneos líricos, que tratan de ser dignos de la lengua que utilizan (…) y que escriben textos como personas que hablan con su vecino, pero también como personas que leen y releen con pasión a sus poetas preferidos.


Desde diversas miradas, obedeciendo a inapelables intereses, con fidelidades claramente enfrentadas, la poesía del último siglo, en nuestro país y en el mundo, no ha dejado de manifestar estas divergencias. Es más, diría que ésa es precisamente su condición: ser destinataria de profundas divisiones, de hondas contradicciones, propias de quienes la abordan, la tratan, la interrogan desde lo privado y lo público, desde la desesperanza o el fervor. Este amplio registro – Machado, Pavese, Vallejo, Masters, Borges, Montale, Williams, Pessoa, y tantos, hasta las más recientes voces – excluye la noción de vidente o profeta con que pretendía designarse al poeta propiciando la idea de construcción, de trabajo, para trocar la realidad en otra cosa: el poema. No es otro el triunfo. En ocasión de recibir el Premio Consagración a las letras provinciales, hace pocos años, en Córdoba,
Alejandro Nicotra lo confirmaba: El mayor premio para un poeta – dijo – es el poema.
Entiendo que permanecer en estado de alarma, reconocer esa luz, ese paisaje, ese objeto, ese detalle de lo ínfimo que preanuncia un verso, traducirlo a lenguaje, labrarlo en el poema, corregirlo o aceptarlo recién nacido, reconocer el límite de nuestra intervención y firmarlo, con la pluma de un pájaro como proponía Prévert, es un ejercicio de libertad que opone su esplendor a todos los encubrimientos y a la muerte.
Para compartir un breve recorrido entre la poesía y sus formas de escribir lo cotidiano, entre lo efímero y lo atemporal, entre los prosaísmos de la realidad y las labores del poeta, propongo una limitada antología, incompleta, desordenada, acotada por el tiempo previsto para esta ponencia, pero necesaria para acercarnos la diversidad y las confluencias que mencioné anteriormente. Como hablamos de poesía, que es también alimento – escribir y comer son actos solitarios que crean lazos, que tienden puentes – he reunido para comenzar a tres poetas que incluyen en sus textos un hecho trivial, doméstico, tomar sopa, para generar y trasmitir esa otra posibilidad de existencia. Como reiteraba Joaquín Giannuzzi la poesía es una eterna juventud. Siempre extrae recursos de sí misma, siempre renueva sus propuestas, sus temas y sus formas. El mismo autor en “Epigrama” refiere: La mosca se ha posado en el borde del plato / para lavarse las manos a orillas de mi sopa dorada. ( . . . ) Después frota las manos con íntima complacencia / y tras una desaparición instantánea / abandona un puntito oscuro en la loza blanca. / El mundo está en orden en las inmediaciones. / Cada cosa persiste en su convicción. De modo / que la mosca no ha sido enjuiciada. Y en mi asco / cabe todo su posible paraíso. Su epigrama es la inscripción del insecto en la loza, un pensamiento mordaz que el poeta descifra entreviendo la apetencia, el deseo que tensa lo diverso.
Olga Orozco, poseedora de una voz caudalosa, nos ofrenda la intimidad de una “Señora tomando sopa” que ella emplea para decir la soledad, la muerte, la amarga perplejidad que acompaña toda pérdida. A la expectativa familiar, a la orden – anota – la invitación o el ruego, la niña rechaza el potaje apretando los dientes. La señora del poema, en cambio, ofrenda obediencia y penitencia a sus muertos: Acaso estén reunidos viendo a la solitaria comensal del olvido, / la que traga este fuego, / esta sopa de arena, esta sopa de abrojos, esta sopa de hormigas, / nada más que por puro acatamiento.
El texto señala dos escenas: la infancia (la niña que se niega) y las claudicaciones a las que somete la vida. Incluso sus muertos son convocados en el poema a un acontecer de la cotidianeidad.
“Sabor a legumbres” es el título con el que Antonio Gamoneda – notable poeta español – descubre el sabor de la tierra. Al detenerse en un hábito común , familiar, destaca el alimento primario, pasta de lenguaje, comida de hombres, refugio de la muerte, cocido, mezcla, revoltijo de la vida:
Las legumbre hervidas, golpeadas
a fuego en las cazuelas, espesaron
una parte del agua, retuvieron
otra parte consigo.
Después que estáis sentados a la mesa
los míos de la sangre – cinco – pienso
que es posible que coman en el mundo
muchas gentes, hoy, esto.
Esa antigua costumbre de la sopa en la mesa hogareña, redescubre en los afectos más íntimos, en la importancia de los vínculos, la trascendencia.
Ahora que tenemos sobre la lengua la misma pasta de la tierra,
puedo olvidar mi corazón y resistir las cucharas.
Yo siento
en el silencio machacado
algo maravilloso:
cinco seres humanos
comprender la vida a través del mismo sabor.
La utilización de prosaísmos se torna intencional, provocadora, perturbando lo repetitivo, lo automático. Manuel Bandeira (Brasil) lo proclama en “Nueva Poética”:
Voy a lanzar la teoría del poeta sórdido.
Poeta sórdido:
Aquél en cuya poesía está la marca sucia de la vida.
Hay un sujeto,
Sale un sujeto de la casa con la ropa de brin blanco muy bien
almidonada, y en la primera esquina pasa un camión, le
salpica el saco con una mancha de barro:
Es la vida.
El poema debe ser como la mancha en el brin:
Hacer que el lector satisfecho de sí se desespere.
La vida y la poesía para manchar a un ciudadano satisfecho con sus compras en el shopping, y con un “pertenecer” que se reduce a tarjetas de crédito y a malentendidos éxitos. Aún así, a pesar de los innumerables objetos de necesidad, objetos de fugacidad, de uso y desecho inmediato, puede el poeta, a modo de un iluminador teatral, dirigir la luz sobre un objeto ordinario, vulgar, y tornarlo significante. La traducción de “Xenia”, ese singular volumen de Eugenio Montale (Italia) que recibí traducido por el poeta Ricardo Herrera, lo demuestra. En el poema 3 de la segunda parte del libro, el autor se detiene sobre la importancia de un objeto “prosaico” mientras elabora el duelo por la muerte de su compañera, a la que incluye en el nosotros del texto:
Lamentamos mucho la pérdida del calzador,
el cuerno de lata oxidada que viajaba
siempre con nosotros. Parecía una indecencia llevar
con la biyutería y las pinturas semejante horror.
Debe haber sido en el Danieli donde olvidé
ponerlo en la valija o en la bolsita.
Hedia, la mucama, sin duda lo tiró
al canal. ¿Y cómo habría podido
escribir pidiendo que buscasen ese pedazo de lata?
Había un prestigio (el nuestro) que salvar,
y Hedia, la fiel, lo había hecho.
A esta voluntad, a esta soltura con que la poesía transita antiguos edificios, frituras callejeras o dadivosos jardines podría adjudicarse su contemporaneidad. Porque todo lo que la asiste nos involucra, desde el registro de las más directas visiones del mundo hasta las interrogaciones más hondas y trascendentes.
La lúcida e irónica mirada del colombiano Juan Gustavo Cobo Borda nos concede asomarnos a la decepción, a la sorpresa y a la áspera belleza de su país y de nuestra época. Dirigiéndose a la mujer que espera en un “Salón de Té” lo expone: “(. . . ) temeroso de que no vengas, / Bogotá desaparece. / (. . . ) Tu imagen, / en medio de aceras desportilladas / y el nauseabundo olor de la comida / que fritan en la calle, / trae consigo algo de lo que esta tierra es. / En ella, como en ti , conviven el esplendor y la zozobra”. Leo ahora “Ofrenda en el altar del Bolero”:
¿Habrá entonces otro cielo más vasto
donde Agustín Lara canta mejor cada noche?
¿O seremos apenas el rostro fugaz
entrevisto en los corredores de la madrugada?
Aquel bolero, mientras el portero bosteza
y los huéspedes regresan ebrios:
aquél que habla de amores muertos
y lágrimas sinceras. Los amantes
se llaman por teléfono para escuchar
tan sólo su propia respiración.
Pero alguien, algún día, cambiándose de casa,
encontrará un poco de aquellos besos
y mientras tararea:
déjame quemar mi alma en el alcohol de tu recuerdo
escuchará una voz que dice: la realidad es superflua.
Se advierte aquí que el lenguaje trabaja intertextualmente, recortando fragmentos que provienen de territorios próximos a la poesía, en este caso el de la canción popular, acercando de manera dialógica una visión piadosa y finalmente despiadada sobre los acontecimientos de la existencia humana.
Como dice Silvia Barei en “Reversos de la Palabra” el poema puede apelar a todos los registros lingüísticos, puede moverse sincrónica, diacrónica o anacrónicamente, puede trabajar con diferentes tiempos verbales, puede inventar categorías léxicas y gramaticales que no existen en la lengua, puede establecer los parámetros de su propia verosimilitud, tiene libertad de expresión, de extensión, de métrica, de rima, puede establecer nexos caprichosos, puede cambiar el tono y los acentos, puede aceptar el canon y puede transgredirlo fácilmente.
Eleni Bakaló, reconocida poeta griega que mereció el Premio Nacional de Poesía en 1991, no utiliza signos de puntuación y sin embargo comienza con mayúsculas aquellos versos que continuarían después de un imaginario punto. Además de contar con escasas traducciones de poemas griegos contemporáneos, me asombra la “prosaica” y conmovedora información que recibo sobre el ojo de su padre.
“El Ojo de mi Padre”
Mi padre tenía un ojo de vidrio
El domingo cuando estaba en casa sacaba del bolsillo
también otros ojos, los limpiaba con el borde
de su manga
y llamaba a mi madre para que eligiera
Mi madre reía
Por las mañanas mi padre estaba de buen humor
Jugaba con el ojo en su palma antes de ponérselo y
decía que era un buen ojo
Pero yo no quería creerle
Me ponía un chal oscuro sobre los hombros haciendo
como que tenía frío pero era para espiar
Por fin un día lo vi llorar
No tenía ninguna diferencia con el ojo verdadero
Observador tenaz de la palabra poética, riguroso en la dosificación de síntesis, sugerencia e intensidad, Alejandro Nicotra piensa al poema como un “Lugar de Reunión”. Escribe “Mañanas” en Villa Dolores, entre las altas cumbres cordobesas y propone un acto habitual, la lectura de un diario, sus diferencias tipográficas para leer en el paisaje conocido las transformaciones de la naturaleza:
I
Los grandes titulares,
las montañas: hay nieve.
Y la escueta noticia, en un rincón
del valle:
la flor primera,
la del durazno.
( . . . )
Con un procedimiento opuesto, pero igualmente efectivo, Pedro Mairal logra que todo el peso de lo prosaico irrumpa en “Un durazno”.
Morder el verano,
morder el sol entero
por 1,80 el kilo.
Este durazno recién llegado a casa
fue apenas sueño de árbol escondido
alentado por el fertilizante,
después fue flor y fruto verde solo
protegido de plagas y de heladas
por cinco pesticidas,
engordado por lluvias y riego por goteo,
cosechado por Pablo Luis Ojeda
oriundo de Río Negro
que tumba en un colchón de gomaespuma
su cuerpo dolorido cada noche.
Cargado en un camión que avanza bajo el cielo
maduró este durazno con el viaje,
después llegó al mercado,
atravesó la mafias,
fue a parar a una cámara de frío
que le fijó el color
y lo detuvo durante cuatro meses
cerca de San Cristóbal
hasta que lo compró Supermercados Disco
y lo llevó a la sucursal 14
sector verdulería de autoservice
donde yo lo elegí, lo embolsé, lo hice pesar
lo tiré en el carrito
al lado del pan Fargo, las pechugas,
junto al Skip Intelligent y el queso,
lo llevé hasta la caja, le leyeron
su código de barras,
lo pagué, lo reembolsé con nailon,
lo traje caminando hasta mi casa
cruzando la avenida,
bordeando el hospital,
entre ciegos, cirujas, policías,
lo subí en ascensor
y llegó a la mesada de mármol sin golpearse.
Entonces lo libré de las dos bolsas,
le lavé el pesticida en la canilla,
le lavé todo el cansancio del camión, del humo,
la noche de las manos de Pablo Luis Ojeda,
le saqué la etiqueta de la marca
y lo mordí con ganas de matarlo,
lo asesiné con dientes, mandíbulas y lengua
y a pesar de la química, de la distancia muerta,
a pesar de la larga cadena intermediaria,
me encontré allá en el fondo de su sueño amarillo
con esa flor primera que perfumaba el viento.
La poesía como un modo de organizar la realidad, de desorganizarla, de traducir su oscuro peso, sus rutinas, sus agobios, en un proceso alquímico, porque el hombre se salva cuando, atravesado por esta época enrarecida y áspera, se detiene a contemplar aquella flor primera. En un vertiginoso recorrido – Río Negro, Buenos Aires, mafias, supermercado, ascensor, “consumidor final” – el poema urbano de Mairal se acerca al milagro que advirtiera Nicotra en la escueta noticia, en un rincón / del valle: / la flor primera, / la del durazno, propiciando, en medio del malestar y del despojo actual, la maravilla: encontrarse ambos descubriendo un idéntico talismán que los asista.
Aun en poetas que no remiten a esta coincidencia final y que registran sólo lo visible creo entender el uso de prosaísmos como artificio manifiesto que anuncia o devela lo latente, lo oculto, porque ponen en cuestión, señalan, denuncian y vigilan para exponer el “asco” que menciona Giannuzzi, la agonía, la incomunicación, la deshumanización, volviendo incierto lo evidente, sólido y confiable, para sugerir un destino contrario, su necesario reverso. Diría que a las dos tendencias citadas se suman infinitas variables. Jorge Luis Borges afirmaba que No hubo ni grupo Florida, ni grupo Boedo. (. . .) A mí me hablaron de los dos grupos y yo dije que prefería ser de Boedo, pero los organizadores me dijeron que ya me habían puesto en el de Florida. Hubo escritores como Arlt y Olivari que pertenecían a los dos. Desde entonces, con su reconocida ironía, negaba esas distancias con el nombre de Floredo.
Como lectora y escritora de poesía me siento próxima a un texto de Rodolfo Godino que dirige “Al poema en libertad”:
Fragmentado vas.
( . . . )
Nadie te tuvo: las máscaras
ofertaban parecida belleza.
¿A cuántos tendríamos que encerrar en un cuerpo
para decir este es tu dueño, inclínate?
Cada uno de nosotros poseyó
algo esparcido, lo posee aún
en la sombra de la fe personal.
( . . . )
Este poema, habitante de innumerables cuerpos, morador temporario o permanente, ¿cuántas casas visita, cuántas voces? Porque si algo podemos confirmar es que su independencia habilita su fragmentación que es en parte su modo de afirmación y de supervivencia. Agregaría que dicha fragmentación es necesaria y que como esas geometrías enigmáticas que reproduce el cine de aventuras, sólo logra su poder con la unión de las fracciones componiendo una figura fractal que condensa en sus facetas toda belleza, penumbra, balbuceos, fragilidad, inmediatez y eternidad de la poesía. Si la pensamos como “lugar de reunión”, un lugar de ritual contemporáneo que genera un tiempo y un espacio diferente, que produce un vaciamiento de todo mandato, de toda imposición, reconocemos que es precisamente por aquella fusión y por esta insumisión, siempre inaugural, fundacional e imprevisible.
Detrás de la sopa, del brebaje – legumbres cosechadas en la huerta familiar o envasadas y comercializadas por quick – está el lector, el tiempo y, especialmente, la poesía para seleccionar lo que perdura.
Fuente http://www.cceba.org.ar/

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